Vitrina del cine suizo, el Festival de Solothurn festeja su quincuagésima edición. La primera, en 1966, marcó el nacimiento de un nuevo cine, poético e irreverente, “un pequeño milagro”, decía la prensa entonces. Los nombres de realizadores como Tanner, Goretta, Soutter o Schmid dieron la vuelta al mundo y aún hoy no han perdido su brillo.
Solothurn, 1966. Año cero. Un grupo de profesionales se encuentran por primera vez para abordar el futuro del cine suizo. La audiencia en los cines ha descendido y sopla un viento de cambio.
Ya desde hace algunos años ha surgido una nueva generación de cineastas: anticonformistas, rebeldes y políticamente comprometidos. Inspirados en el cine de los países vecinos, estos nuevos rostros del cine rechazan transmitir en sus películas la imagen típica de las tarjetas postales de Suiza –con los paisajes del Emmental o los dramas de los pequeños burgueses– temas vehiculados en los filmes de Franz Schnyder y Kurt Früh, y que conquistaron al público en la década de los cincuenta.
Estos nuevos realizadores querían, en cambio, abordar la vida real, ir a las fábricas, a las escuelas, estar entre los inmigrantes y los marginados. El advenimiento de la cinta fílmica de 16 mm y de las nuevas tecnologías de sonido les regala una nueva forma de libertad.
El viraje se produce en 1964, con la serie de cortometrajes ‘Suiza se interroga’, de Henri Brandt, y el documental ‘Les Apprentis’, de Alain Tanner, presentados a la Exposición Nacional. Ese mismo año se produce ‘Siamo italiani’, de Alexander J. Seiler, que por primera vez lleva a la pantalla grande la figura de los extranjeros.
Es en Solothurn que ese encuentro inédito entre cinéfilos se transforma después en el festival que dará nacimiento oficialmente al nuevo cine helvético. A finales de los ochenta, las películas de Tanner, Goretta, Soutter, Dindo, Schmid o Murer harán hablar de sí en Europa y en ultramar, marcando una época de oro, un “pequeño milagro suizo”, como lo define la prensa extranjera.
Ignorado hasta ahora, el cine suizo se conoce más allá de sus fronteras con ‘Charles mort ou vit’ (1969), primer largometraje del realizador francófono Alain Tanner y del director de fotografía Renato Berta. Verdadero manifiesto, el filme narra la historia de un empresario que decide abandonar su vida burguesa y sumarse a los aires de libertad del 68. El filme obtiene el Leopardo de Oro en Locarno y Suiza consigue así su primer heredero de la ‘Nouvelle Vague’ francesa.
Desde el principio, la producción francófona de ficción destaca, en parte, gracias al papel pionero de la televisión pública, que produce las primeras obras del Grupo 5, formado por jóvenes talentos como Alain Tanner, Claude Goretta, Michel Soutter, Jean-Jacques Lagrange y Jean-Louis Roy. “En Suiza no existían escuelas de cine, se trataba más de aprendizajes autodidactas o los realizadores se formaban en el extranjero”, afirma Ivo Kummer, director de la sección cine en la Oficina Federal de la Cultura y exdirector del Festival de Solothurn.
Los triunfos se suceden. En 1971, el filme de Alain Tanner ‘La Salamandre’ es un éxito de taquilla con 145 000 entradas vendidas en Suiza y otrs 2 millones en el mundo, según el Ciné-Bulletin; unos años más tarde, solo en París, 500 000 espectadores acuden a ver ‘La Dentellière’, de Claude Goretta.
El interés que suscitan estas producciones de realizadores suizo-francófonos en el exterior también despierta entusiasmo en la parte germanófona de Suiza. Pero en alemán destaca, por tanto, el documental político y comprometido es el que obtiene mayor consenso, aunque tiene mayor dificultad de encontrar un público más allá de las fronteras helvéticas. La ficción, por el contrario, tarda en imponerse, también a causa de la relación más conflictiva entre productores y la televisión pública. “Los jóvenes realizadores consideran a sus colegas que trabajan para la televisión como traidores y la considera a los jóvenes directores demasiado obstinados y sus filmes, demasiado experimentales para su público”, explica Thomas Schärer, autor de un libro sobre la historia del nuevo cine suizo, rico en anécdotas y testimonios.
La unión hace la fuerza
Pese a la barrera lingüística y cultural, el diálogo entre jóvenes es fecundo en las décadas de los sesenta y setenta, sobre todo en el plano político. Hacer filmes independientes y libres es difícil, sin las estructuras y el dinero necesarios para presentarlos en cartelera. Los realizadores muestran sus filmes entre ellos, en clubes de cine, en escuelas y en asociaciones. Obtener ayuda pública es, entonces, prioridad, y los jóvenes comprenden pronto que la unión hace la fuerza.
Gracias a su posición geográfica, el Festival del Solothurn se perfila inmediatamente como lugar privilegiado para el encuentro y el debate. “En ese tiempo ir de Zúrich a Ginebra costaba caro y se requerían varias horas de viaje. Además se sumaba la barrera lingüística. El espíritu de Solothurn permitió incentivar el intercambio y allí se sentaron la mayor parte de las estructuras que existen aún hoy, como asociaciones o la revista Ciné-Bulletin”, afirma Thomas Schärer.
El apoyo público al cine fue tema central desde la primera edición: ¿Cuáles filmes financiar? ¿Quién lo decide? ¿Bajo qué criterios? Suiza quiere dotarse de un nuevo cine, pero los realizadores deben lidiar con una mentalidad conservadora, la influencia de la Iglesia y el contexto político marcado por la Guerra Fría.
“Los documentales de esos años causaron asombro, y despertaron consciencias, además de incentivar un debate a escala nacional. Tuvieron un impacto político más grande que hoy”, declara Thomas Schärer. Fue el caso, por ejemplo, del filme de Richard Dindo ‘Die Erschiessung des Landesverräters Ernst S.’ (La ejecución del traidor de la patria Ernst S.), presentado en Solothurn en 1976. Por primera vez se examinó de modo crítico el papel controvertido de Suiza durante la Segunda Guerra Mundial. En Gobierno de Suiza al ver el filme, acusa a los autores de “tendencia a la manipulación” y les retira el premio prometido. El tema volverá a ser de actualidad en la década de los noventa y después de la publicación del informe Bergier, obligará a Suiza a hacer su ‘mea culpa’ sobre sus relaciones con la Alemania nazi.
¿Qué queda de esos años?
Hoy, en su quincuagésima edición, el Festival de Solothurn está en plena forma, con sus 50 000 espectadores, pero no es más la plataforma de debate de antaño, opina Thomas Schärer.
“Hoy, los realizadores son más individualistas, las estructuras existen, y para discutir temas se utilizan los correos electrónicos, Skype y otros festivales. Los cineastas suizos, además, ya no tienen la sensación de formar parte de un movimiento nuevo, de una época de cambio. Y, al mismo tiempo, no existe más la “marca suiza”: los filmes de hoy son muy diversos, y aun cuando tienen éxito en el exterior, ya no se identifican como parte del ‘milagro suizo’”.
¿Pero los filmes de aquellos años representan aún un modelo? “Tengo la impresión de que esos realizadores se han vuelto interesantes para los estudiantes de hoy, fascinados por la cámara de 16 mm, por los filmes que unían política y poesía”, explica Lionel Baier, director de la sección de cine, en la Escuela Cantonal de Arte de Lausana y figura de proa de la nueva generación de cineastas suizos.
No obstante, la sociedad ha cambiado, el mundo ya no está dividido entre Este y Oeste. “Lo mismo vale para los filmes: no se trata más de mostrar al bueno y al malo, sino más bien las múltiples facetas de una problemática. El cine suizo ya no se concibe como un revolver; se ha hecho un adulto”, precisa, por su parte, Ivo Kummer.
Una de las batallas de los padres del nuevo cine suizo aún no se ha ganado del todo: la libertad de osar. “Cuando reveo los filmes de esa época, me doy cuenta que los realizadores tenían una libertad de tono mucho mayor, eran mucho menos ‘políticamente correctos’”, afirma Lionel Baier. “Hoy no hay censura de Estado como entonces, pero la censura está en nuestras cabezas, lo que es mucho más grave y peligroso”.